lunes, 27 de noviembre de 2017

Percontari Nº 15


La ilusoria pretensión del control absoluto

Es erróneo suponer que la moderación resulta siempre positiva. Ocurre que, a veces, las pretensiones elevadas, incluso de apariencia imposible, pueden ser tan memorables cuanto beneficiosas. No descarto que, casi de manera regular, las personas se hayan topado con malos ejemplos al respecto. Los deseos de tener el poder absoluto, verbigracia, han dejado en lo pasado razones válidas para justificar su censura. Puede usar un tono modesto, hasta de sometimiento; sin embargo, tarde o temprano, la megalomanía del gobernante nos tendrá como víctimas. En este sentido, cabe tener reparos cuando aspirantes al ejercicio del mando, de cualquier nivel, dejan advertir su predilección por lo absoluto. Despreocuparse de tales riesgos equivale a consentir nuestra paulatina sumisión. Con todo, tal como lo señalé al comienzo, es también posible que los anhelos de gran envergadura puedan juzgarse positivos.

Ciertamente, no es lo mismo ansiar todo el poder que procurar la sabiduría en cualquier campo. Este segundo caso nos coloca en una situación que, para quienes aprecian la razón, puede calificarse de admirable, aunque, al final, reconozcamos su carácter ilusorio. Subrayo esto último porque, salvo para los creyentes, la omnisciencia es un atributo que nadie posee. No obstante, en distintas épocas, hallamos personas que tienen ese propósito intelectual. Lo pueden hacer por gusto, ya que, al menos, la búsqueda genera placer, pero también impulsados por otro motor: el orden. Pasa que, desde su perspectiva, el conocimiento debe servir para tener certezas, permitiendo planes rigurosos y, en definitiva, control de nuestra realidad. Imperando esta creencia, se rechaza todo vacío, cualquiera de las inseguridades que nos imponga el destino. Porque son obstáculos que desencadenan inestabilidad, desequilibrios, más aún, descontrol. Recordemos que, por sus lazos con las incertidumbres, no todos los individuos gustan de la libertad. 

En El mito de Sísifo, Albert Camus reflexiona sobre cómo las personas se frustran frente al silencio del mundo ante nuestra pretensión de total comprensión. Nos gustaría conocer el universo entero, someter al escrutinio de la razón desde las nimiedades hasta los fenómenos más importantes. Quisiéramos tener esa comprensión omnímoda, ordenando cada uno de los elementos que se nos presentan y, por tanto, evitando reveses e imprevistos desagradables. El problema es que tenemos limitaciones, las cuales son irremediables. Así, lo más sensato pasaría por aspirar a tener condiciones que nos ofrezcan cierta estabilidad. Es un fin modesto, pero puede calificarse de aceptable. Todo lo demás nos superaría. Es una de las conclusiones que, compuestos con el mejor ánimo, nos ofrecen los textos del presente número. Se deja constancia del deseo de que su lectura sea provechosa. Por cierto, para examinar su contenido, usted puede seguir el orden que le parezca mejor. No faltaba más.

domingo, 27 de agosto de 2017

Percontari Nº 14

https://drive.google.com/file/d/0B_wfQk168D99Q2JISG5rR1F0djQ/view?usp=sharing
Revolución e infelicidad

 

Conforme a lo expresado por Bertrand Russell, la felicidad puede ser concebida como una carencia de cosas que se desean. Lo normal es que la resignación frente a esta insuficiencia no sea sencilla. La cuestión se torna más compleja cuando quien debe reconocerla, desencadenando luego las consecuentes frustraciones, cree que sus virtudes son supremas, por lo que las limitaciones serían inaceptables. Es posible que, afectados por conocimientos inexactos, supersticiones o cualquier otra causa, los demás sujetos deban rendirse ante tal destino. Para estos hombres sin altura, acostumbrados a lo cotidiano, nada sería más razonable que admitir la imposibilidad de alcanzar alguna cumbre. Empero, la situación es distinta cuando pensamos en un revolucionario. En este último caso, la sola mención de que algo es inalcanzable puede producir indignación. No habría nada que se halle fuera del campo en el cual actúa; bajo su égida, la realidad jamás se convertirá en un obstáculo para ser feliz a cabalidad.
Toda revolución parte del conocimiento de una injusticia y, además, su correspondiente repulsa. Los que la protagonizan se enteran de una situación que contradice sus más profundas convicciones, dejándolos en un dilema: la complicidad o el cambio radical. La segunda opción surge porque no se trataría de un elemento accidental; en realidad, todo el sistema estaría también mancillado, envilecido. Las modificaciones de carácter parcial resultarían inadmisibles. Lo que se busca es un escenario inaudito, una sociedad en la cual ningún agravio vuelva a presentarse. Por supuesto, para lograr este cometido, desde Robespierre hasta Lenin, se ha invocado la razón. Si la inteligencia permitió que numerosas adversidades fuesen abatidas, debería servirnos para conseguir esa transformación. La desgracia es que ellos no tomaron en cuenta nuestras inseparables imperfecciones. No bastaba con haber leído El contrato social, engullido a Karl Marx o predicado cotidianamente las enseñanzas bíblicas: sus semejantes podían proceder de modo diferente. Es más, los futuros beneficiarios de su obra podrían querer un hado en el que nadie los obligase a ser impecables.
Insatisfechos con la vida teórica, varios filósofos se ilusionaron cuando alguna revolución llegó a su puerto. Pusieron entonces su ingenio, así como el malabarismo verbal, a disposición de quienes anunciaban la salvación del mundo. Ya conocían del fracaso de Platón en Siracusa; asimismo, entendían que, por distintos factores, las injusticias nunca desaparecerían del orbe. Mas no concebían la modesta idea de Amartya Sen, para quien debemos limitarnos a enfrentar las injusticias concretas, procurar su mitigación, siendo lo demás utópico. No, su pretensión era superior. Se perseguía la conclusión de cualquier conflicto. Imperaba la creencia de que las ideas servirían para iluminar al prójimo y resolver toda desavenencia. La decepción les llegaría luego, aunque sin el mismo impacto. En cualquier caso, haberse rendido así a esa tentación es un fenómeno que se ha considerado al elegir el tema del presente número. Esperamos que las siguientes páginas sean útiles para considerar distintos aspectos de esa quimera, no siempre política, desde luego.

sábado, 27 de mayo de 2017

Percontari Nº 13


https://drive.google.com/file/d/0B_wfQk168D99Rm53QjE4R25KRFE/view?usp=sharing

Frente al pesimismo y la candidez

En el análisis que realiza de la cultura occidental, Emmanuel Berl opta por negar igualmente autoridad a pesimistas y optimistas. Desde su perspectiva, las experiencias que hemos acumulado hasta el momento estarían en condiciones de motivar ambas posiciones. En efecto, así como, con facilidad, podemos encontrar más de una razón para subrayar la perversidad e infamia de los hombres, es también posible conmoverse frente a las acciones del prójimo. No negamos que hubo esa monstruosidad mayúscula de Auschwitz ni, menos todavía, las hambrunas o los abusos originados en el ejercicio arbitrario del poder. Cualquier época, incluyendo la de los Antoninos, tan apreciada por Gibbon y Octavio Paz, sirve para notar injusticias. Con todo, la mirada puesta en el pasado no conduce siempre a la decepción. Porque es asimismo factible que recordemos la celebración de armisticios, los derechos humanos, incluso las obras maestras, cuya existencia demuestra cuán valiosa puede resultar nuestra especie. El abandono y la censura del esclavismo, en su vigencia contemporánea, entre otras postura éticas, abonan una esperanza, así sea moderada, en lo venidero.
Pero el reconocimiento de mejores circunstancias en las cuales podamos desenvolvernos, sea como individuos, personas o ciudadanos, no debe implicar que olvidemos los riesgos del estancamiento y la regresión. No tenemos ningún mandato genético que, una vez aprendida la lección del genocidio, por ejemplo, descarte cualquier reincidencia en ese campo. Es verdad que la educación puede ser muy útil para evitar esas reiteraciones; se trata de transmitir una cultura favorable a nuestra convivencia, más aún, a cada hombre, libre y digno. No obstante, la iluminación en estas materias nunca termina, pues el error jamás se hallará fuera de nuestro alcance. Lo que puede alentar el cometido es la capacidad reflexiva de quienes nos acompañan en estos quehaceres impuestos por la vida. Por supuesto, no hay aquí sitio para la inocencia. Está claro que, en considerables casos, tener una discusión racional sobre diversos males, tanto presentes como pretéritos, puede ser inviable.
Es indudable que varias décadas del siglo XX alimentaron la desconfianza en el perfeccionamiento del hombre, quitando respaldo a quienes lanzaron sus entusiastas predicciones mientras nuestro avance parecía irreversible. En esta centuria, no tuvimos un gran inicio, puesto que, una vez más, la violencia y el dogmatismo dejaron sentir su presencia. Empero, este oscurantismo renovado, usuario de las nuevas tecnologías, pero asimismo favorecido por innúmeras frivolidades, debe ser considerado en su justa dimensión, sin dirigirnos a conclusiones erróneas sobre la realidad. Es uno de los propósitos que se persiguen en las siguientes páginas. Desde luego, existen párrafos que llevan la marca del optimismo, aunque también tienen el signo contrario; en cualquier caso, la crítica continúa siendo nuestro común denominador.

lunes, 27 de febrero de 2017

Percontari Nº 12


El desdén y la condena

En su Ocaso de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo, Nietzsche niega que alguien pueda presentarse ante nosotros y, con indiscutible autoridad, decirnos cómo debería ser el hombre. Pasa que, debido a nuestra vertiginosa diversidad, aunque no necesariamente rica en todas sus facetas, fijar una sola concepción es un absurdo. Solamente la soberbia, fomentada, desde luego, por el desconocimiento de lo elemental, así como el fanatismo, puede explicar esa pretensión uniformadora. Sin embargo, concordar con ese reconocimiento de variedad humana no tendría que conllevar el rechazo a cualquier coincidencia. No me refiero a las obvias similitudes que se presentan en el plano material, físico; más allá del cuerpo, encontramos también sitio para las semejanzas. Aludo a valores, principios e ideales que pueden merecer la defensa de dos o más personas, orientando sus relaciones, sustentado vínculos, pero también permitiendo marcar diferencias con el resto. Es más, siguiendo esta línea, podemos llegar a rebasar los límites de una exposición, del señalamiento sobre lo que debemos ser, cuestionando a quien no sea compatible con aquello.
Cuando, en una conferencia de 1945, reivindicó el carácter humanista del existencialismo, Sartre habló sobre cómo, al elegir, un individuo se convertía en legislador universal. Todas sus decisiones, al final, servían para forjar una concepción del hombre que se debía ser, gracias al cual pudieran incluso lanzarse juicios de valor. Conforme a Protágoras, ésa sería la medida de todas las cosas, el criterio para examinar y, además, condenar. Pero no se alude únicamente a las críticas, los cuestionamientos que afectan en singular. Hay asimismo la posibilidad de que juzguemos inaceptable una situación de índole grupal, social, nacional o hasta mundial. Así, teniendo presente una idea fundamental, es posible que el simple cercioramiento de lo diverso sea inaceptable.
Si bien hay pensadores y escuelas que lo rechazan, la existencia de hechos objetivamente inmorales, indispensables para notar lo injusto, es plausible; más aún, considerarla como una premisa para fundar nuestra convivencia no podría estimarse sino necesario mientras aspiremos a tener razonables normas en común. Los quebrantamientos que se dan al respecto, provocando desarmonías, además de afectar a cada sujeto, ponen en riesgo lo convenido para tener mejores días o, al menos, con no tan frecuentes conflictos, ofensas, injusticias. Entenderlo es, por ende, una labor que toca cumplir entretanto haya la intención de no quedarnos con la disyuntiva del desdén o el conformismo. En este número, los ensayos que siguen a continuación tienen el objetivo de favorecer una comprensión tan relevante como ésa. No hay el afán de procrear justicieros ni moralistas; bastaría con generar preguntas en torno al tema, rescatando sus aspectos individuales y colectivos, para que el quehacer se crea cumplido.