sábado, 27 de agosto de 2016

Percontari Nº 10

La materia que nos distingue 

La regla es que toda persona tiene siquiera un momento, así sea fugaz, gracias al cual nota su singularidad. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz plantea que, cuando somos adolescentes, esta condición se nos revela, lo cual puede concebirse como un impacto mayor. Tomamos, pues, consciencia de que somos diferentes, pero también, como consecuencia del descubrimiento, nos sentimos solos. Una creencia como la de ser únicos, esencialmente irrepetibles, puede servir para el orgullo, aunque, por las exageraciones, causar también peligros. Pero esa certeza está asimismo en condiciones de conducirnos al desasosiego. Porque no todos los individuos se sienten a gusto con dicha condición; no encontrar seres con quienes haya coincidencias, aun en las desgracias, vuelve más pesadas las cargas que la vida nos impone. Por suerte, los elementos que nos unen a otros sujetos, aun cuando pertenezcan éstos a otras generaciones, distan bastante de ser falsos.
Encontrar lo que nos enlaza biológicamente con los demás es, sin duda, importante para entender nuestra naturaleza, pero resulta insuficiente. No se discute que, merced a la ciencia, el conocimiento de las particularidades del hombre haya sido provechoso, permitiendo, entre otros avances, sobreponernos a diversas enfermedades. Sería un absurdo negar que, durante los últimos siglos, esos exámenes del organismo, en distintos niveles, posibilitaron una comprensión más cabal de las conductas, decisiones y reacciones humanas. No obstante, allende lo físico, tenemos un patrimonio que nos hermana: la cultura. Tal como lo hace Michael Oakeshott, me refiero a todo aquello que, en las distintas épocas, hemos creado sin estar pensando sólo en la inmediatez del momento. Esas actitudes, comportamientos, así como experiencias e ideas, aun equivocaciones, constituyen un legado universal sin el que lo humano sería irreconocible. Porque, con esfuerzo, torpeza, ingenio y, ante todo, ganas de vivir, hemos complementado una realidad fisiológica, en resumen, para labrar nuestra propia esencia.

En diversas oportunidades, a menudo funestas, algunos mortales se han concentrado en acentuar las diferencias, pero no desde la perspectiva individual, sino grupal. Está claro que son incontables los criterios que pueden ser útiles para dividirnos. El reto está en propugnar lo que, sin provocar adhesiones irracionales, románticas y sectarias, sea adecuado para mejorar nuestra existencia, al igual que las relaciones con los semejantes. Es un fin de carácter ético que puede percibirse al leer las páginas del presente número. Afortunadamente, como notará usted, apreciado lector, quienes colaboraron en la entrega no consideran innecesario procurar el esclarecimiento de ese común denominador.