domingo, 27 de noviembre de 2016

Percontari Nº 11


La negación de nuestra insuficiencia


En un texto sobre la tragedia griega, Castoriadis presenta a Prometeo como quien habría enseñado a los hombres que eran mortales. Tomar consciencia de una verdad como ésa no era irrelevante; por el contrario, en muchos casos, su percatación puede resultar difícil, incluso demoledora. En épocas que llevan la huella del optimismo, sea éste individual o colectivo, nada parece moderar nuestras pretensiones. Ciertamente, puede llegarse al exceso de creer que aun los obstáculos más colosales caerán frente a la voluntad, ante una entusiasta e invarible intransigencia. Con todo, cuando advertirmos que hay una barrera indeclinable, capaz de liquidar todos los sueños, nuestras dimensiones pierden su carácter fenomenal. Así, con rigor, se impone la humildad y, por tanto, las concepciones acerca del futuro se tornan modestas, razonables, realistas. Esto no quiere decir que, al ocurrir ese acontecimiento, hubiésemos perdido toda esperanza; salvo excepciones muy notables, aunque sea en niveles ínfimos, esa virtud nos acompaña siempre. Es más, su presencia puede distanciarnos nuevamente de la realidad, aunque nunca tanto como dos elementos sin los cuales muchas vidas resultarían incomprensibles: ilusión y fe.
No es necesario que alguien sea un amargado empedernido para formular quejas, lanzando insultos y obsequiando maldiciones, en contra de la realidad. Son incalculables las ocasiones en que nos damos cuenta de nuestras limitaciones. Porque no es sencillo resolver los distintos problemas que, en diferentes campos, se presentan a diario. Se requiere valentía para enfrentar esos desafíos, pero también mesura, una virtud que nos mantiene distantes de lo ilusorio. Lamentablemente, la tentación de caer en cualquier salida fantástica, gracias a cuyas atenciones los días ya nos parecen menos frustrantes, triunfa en numerosos casos. Son sus ejecutores quienes eludirán el reconocimiento de los límites que, por diversas causas, nos obligan a no engrandecer nuestras expectativas. En este sentido, nos plantearán que todo lo deseado es hacedero. No sólo esto. Porque ellos juzgarán imperativo que se produzca un cambio radical, una transformación merced a la cual todo lo pasado sea liquidado. Sin embargo, en la realización de ese cometido, tarde o temprano, entenderemos que ninguna perfección, peor aún social, nos tiene como titulares.

Desde Platón hasta Nozick, muchos filósofos se han ocupado de pensar en un orden o sistema perfecto. En más de una oportunidad, alentados por variados móviles, hubo autores que intentaron cubrir nuestras imperdibles falencias con sus ilusiones. Su apogeo y, cuando acomete la materialización del anhelo, el inevitable fracaso sirven para entender una particularidad que nos es propia, esa negación a aceptar, de buen gusto, defectos, miserias e incapacidades. En las siguientes páginas, éste y otros aspectos relacionados con la utopía serán considerados por quienes, empleando interesantes enfoques, nos colaboran con sus valiosos ensayos. Estamos convencidos de que, tras finalizar su lectura, no habrá dudas respecto a cuán humano resulta incidir en esa evasión.

sábado, 27 de agosto de 2016

Percontari Nº 10

La materia que nos distingue 

La regla es que toda persona tiene siquiera un momento, así sea fugaz, gracias al cual nota su singularidad. En El laberinto de la soledad, Octavio Paz plantea que, cuando somos adolescentes, esta condición se nos revela, lo cual puede concebirse como un impacto mayor. Tomamos, pues, consciencia de que somos diferentes, pero también, como consecuencia del descubrimiento, nos sentimos solos. Una creencia como la de ser únicos, esencialmente irrepetibles, puede servir para el orgullo, aunque, por las exageraciones, causar también peligros. Pero esa certeza está asimismo en condiciones de conducirnos al desasosiego. Porque no todos los individuos se sienten a gusto con dicha condición; no encontrar seres con quienes haya coincidencias, aun en las desgracias, vuelve más pesadas las cargas que la vida nos impone. Por suerte, los elementos que nos unen a otros sujetos, aun cuando pertenezcan éstos a otras generaciones, distan bastante de ser falsos.
Encontrar lo que nos enlaza biológicamente con los demás es, sin duda, importante para entender nuestra naturaleza, pero resulta insuficiente. No se discute que, merced a la ciencia, el conocimiento de las particularidades del hombre haya sido provechoso, permitiendo, entre otros avances, sobreponernos a diversas enfermedades. Sería un absurdo negar que, durante los últimos siglos, esos exámenes del organismo, en distintos niveles, posibilitaron una comprensión más cabal de las conductas, decisiones y reacciones humanas. No obstante, allende lo físico, tenemos un patrimonio que nos hermana: la cultura. Tal como lo hace Michael Oakeshott, me refiero a todo aquello que, en las distintas épocas, hemos creado sin estar pensando sólo en la inmediatez del momento. Esas actitudes, comportamientos, así como experiencias e ideas, aun equivocaciones, constituyen un legado universal sin el que lo humano sería irreconocible. Porque, con esfuerzo, torpeza, ingenio y, ante todo, ganas de vivir, hemos complementado una realidad fisiológica, en resumen, para labrar nuestra propia esencia.

En diversas oportunidades, a menudo funestas, algunos mortales se han concentrado en acentuar las diferencias, pero no desde la perspectiva individual, sino grupal. Está claro que son incontables los criterios que pueden ser útiles para dividirnos. El reto está en propugnar lo que, sin provocar adhesiones irracionales, románticas y sectarias, sea adecuado para mejorar nuestra existencia, al igual que las relaciones con los semejantes. Es un fin de carácter ético que puede percibirse al leer las páginas del presente número. Afortunadamente, como notará usted, apreciado lector, quienes colaboraron en la entrega no consideran innecesario procurar el esclarecimiento de ese común denominador.

viernes, 27 de mayo de 2016

Percontari Nº 9


De la necesidad al riesgo

En un apunte de su Diario filosófico, escrito durante veintitrés años, Hannah Arendt explica que, aislado, el hombre es impotente. Conforme a esta idea, para el establecimiento del poder, sería imprescindible la relación con los demás, aunque sea tener una entre dos personas. Una vez constituido el vínculo, se presenta ese fenómeno que, sin duda, jamás será irrelevante. Sucede que, gracias a su ejercicio, las capacidades del individuo se multiplican, permitiendo una mejor satisfacción de nuestras necesidades. Es lo que hace posible la organización, concepto imprescindible para quienes desean una convivencia razonable. Huelga decir que, al exponer este panorama, se parte de una justificación consensuada, un marco aceptado tras deliberar al respecto, descartando imposiciones arbitrarias. Porque, aunque resulte indeseable, la fundamentación de ese orden, necesario para nuestros congéneres, puede tener otras características.
Es posible que un sujeto decida por otro, restringiendo sus alternativas o fulminándolas por completo, sin preocuparse de persuadirlo para ello. Esto puede darse desde un comienzo, recurriendo al uso más grosero de la fuerza, o después, valiéndose del asentimiento que se le había brindado cuando surgió el lazo entre ambos. Es importante resaltar que puede hilvanarse un alegato claro, coherente, aun metafísicamente denso, como pasó con Heidegger y el nazismo; sin embargo, esa legitimación racional procuraría encubrir algo más rudimentario: las ansias de oprimir. Por consiguiente, además de la lógica, el entendimiento del poder que se pide respetar, para lo cual se usan medios violentos, debe generar una reflexión ética. Librar de condiciones su empleo es un camino seguro al oprobio. En este sentido, toda pregunta sobre la obediencia es un mandato que demanda nuestro deseo de vivir sin ataduras infames.


Por supuesto, un tema como el del poder consiente más de una disquisición. No sorprende que, a lo largo de la historia del pensamiento, desde los sofistas hasta Habermas, por citar un caso contemporáneo, se hubiera explotado el asunto. En esta entrega, Percontari alberga textos que, considerando diferentes aspectos, aunque reflejando la importancia del ámbito político, procuran estimular su meditación acerca de tal concepto. Con seguridad, escrutar su vigencia en nuestra existencia es tan forzoso cuanto saludable. Si obráramos así, podríamos percatarnos de hallarnos en una situación que no cuenta con las bondades creídas hasta hoy. Es un logro que está en nuestras manos. La filosofía nos obsequia ese poder que descubre falsedades, pero también injusticias.

sábado, 27 de febrero de 2016

Percontari Nº 8


Insuficiencia del aislamiento

En Grecia, cuando emergió la filosofía para beneficio del género humano, se subrayó el valor de conocerse a uno mismo. Lo postulaba Sócrates, pero también otros pensadores que no encontraban una mejor vía para notar errores, advertir limitaciones y progresar como personas. Tal enseñanza implica, entre otras cosas, que cada individuo reflexione sobre sus decisiones, dejando sitio al espíritu crítico, cuya presencia en nuestras vidas resultará siempre útil. Así, apartándonos de los demás, podríamos descubrir verdades que juzguemos relevantes, incluso indispensables para ser felices. Recordemos que, solo, sentado frente a una chimenea, Descartes nos obsequió las bases del pensamiento moderno. La duda se constituyó entonces en el punto de partida, un comienzo que serviría para orientarnos, motivando resoluciones e impulsando cambios. Con todo, sería un error suponer que cualquier inquietud puede ser liquidada merced a ese aislamiento.
Según Émile Bréhier, el hombre racional no puede sino aceptar tres dimensiones. Efectivamente, mientras tengamos esa condición, debemos lidiar con el hecho de ser históricos, trascendentes y sociables. Esta última faceta es tan importante que, si la relegásemos, diversas necesidades, hasta las impuestas por nuestra subsistencia, serían insatisfechas. Por lo tanto, siendo dicha realidad ineludible, debemos pensar en cómo establecemos un marco gracias al cual los problemas comunes sean enfrentados del mejor modo posible, respetando principios éticos, lógicos y jurídicos, entre otros. En este sentido, aunque haya casos excepcionales, como quienes aspiran a ser ermitaños, la relación con los demás impone el tratamiento de varias cuestiones. Es ilusorio creer que ninguna determinación adoptada por las otras personas, dispuestas a regir nuestra convivencia, podrá perjudicarnos. El distanciamiento radical no es sensato ni, menos todavía, moralmente plausible.

En esta nueva entrega, hemos asumido el encargo de discurrir sobre la convivencia, un concepto que supera esa coexistencia meramente natural, instintiva, animal, pues conlleva una carga cultural de la cual somos responsables. Tal como lo constatará, los aportes que comprenden este número han explotado diferentes enfoques; no obstante, nunca deja de intentarse un tratamiento reflexivo del asunto. Se tiene hoy la idea de haber hecho un esfuerzo que justifique su consideración. Esperamos que coincida usted con este parecer y, lo más importante, se anime a razonar acerca de sus relaciones con las otras personas. Un futuro marcado por la concordia, o el conflicto, depende de aquello.