jueves, 27 de febrero de 2020

Percontari N° 24

¿Por qué cabe apreciar los derechos humanos?

En una conferencia de 2004, Alain Badiou explicó que, mientras la injusticia es clara, la justicia resulta oscura. Lo menos arduo sería identificar hechos injustos. Tenemos aquí la ventaja de contar con personas que sufren, diciendo cómo su vida, libertad o propiedad es perjudicada. En la justicia, por el contrario, no hay víctimas. Por consiguiente, al procurar su definición, nos topamos con distintos enfoques, teniendo diferentes vías para concebirla de manera satisfactoria. Sin embargo, cometeríamos un error si creyéramos que la calificación de injusto está exenta de controversias. Porque no todos quienes se proclamen damnificados u ofendidos merecerán ese reconocimiento. De modo que, para manifestarnos sobre cualquiera de tales situaciones, sería necesario usar algún criterio gracias al cual nuestros debates tuvieran un marco en común. En este afán, se podría proponer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada hace más de 70 años.
Si la filosofía política comprende el cuestionamiento del poder, los derechos humanos son un medio efectivo para consumarlo. En su nombre, criticaremos al Estado, el Gobierno y las leyes, partiendo de los postulados consagrados por Naciones Unidas. En otras palabras, siguiendo esta línea, los hombres se sienten impelidos a buscar la justicia política, un tema que ha sido considerado por varios pensadores, desde Aristóteles, pasando por Rawls, hasta, contemporáneamente, Höffe. Se trata de una reflexión que permite fijar límites a las autoridades, exigir determinadas actuaciones o requerir condenas contundentes contra quienes han despreciado nuestra humanidad. Por cierto, se hable de naturaleza o, como sostenía Hannah Arendt, condición humana, lo fundamental es que reconozcamos un elemento sin el cual muchos oprobios serían imperceptibles: la dignidad.
Consiguientemente, los derechos humanos posibilitan que rechacemos aquellos actos que son injustos e indignantes. Con todo, no es un propósito que se podría realizar sólo en el lugar donde uno ha nacido o, si fuera el caso, reside. No existe ninguna frontera que sirva para liberar a un régimen cualquiera, presente o futuro, de las críticas lanzadas al respecto. Es una consecuencia de su carácter universal, un atributo que ha sido siempre aborrecido por quienes invocan la soberanía, el amor al suelo patrio, pero para evitar una condena del partido reinante. Así, las tiranías niegan que algún otro Estado, coalición o entidad supranacional pueda entrometerse en sus asuntos internos, aunque éstos conlleven procesamientos sin garantías mínimas y ejecuciones extrajudiciales. Si dependiera de esos nocivos gobernantes, no habría Declaración alguna que respetar, sea en su territorio o afuera.
Salvo excepciones, todos somos capaces de conocer y valorar positivamente las facultades indicadas en ese valioso documento del año 1948. Esto sería posible porque, en teoría, nos corresponde la condición de seres racionales. En efecto, merced a esta cualidad, uno se daría cuenta de su importancia para nuestra convivencia. Nada más razonable que establecer un conjunto de condiciones básicas, inherentes a todo individuo, por las cuales el poder quede limitado. Es una situación por la que uno debe sentirse llamado a obrar, pues pasar de la moderación del mando, un avance positivo, al sometimiento irrestricto resulta indeseable y, además, retrógrado. Aun cuando los gobernantes anuncien el agotamiento de su vida entera para favorecernos, no conviene dejarlos sin restricciones. Es lo que, cuando pensamos en el derecho, puede señalarnos la reflexión filosófica. Por supuesto, abre apenas las variadas inquietudes que son expuestas a lo largo de las siguientes páginas.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Percontari N° 23


Los avatares de la razón económica

En una biografía sobre la Escuela de Frankfurt, Martin Jay observa el desprecio sentido por sus representantes hacia temas económicos. En efecto, tanto Horkheimer como Adorno, por ejemplo, no se dedicaron a profundizar al respecto. Es cierto que un pensador puede optar por concentrar sus recursos en una materia determinada, como la cultura, creyendo prescindible lo demás. El problema es que, cuando se pretende la crítica de todo un sistema, cuyo elemento económico resulta fundamental, su indagación debe ser forzosa. No se trata de quitar mérito a otras reflexiones que hicieron; el punto es subrayar una deficiencia nada menor. Hubo otros autores que caminaron por esos mismos pagos. Recuerdo que, cuando Régis Debray carga las tintas contra Louis Althusser, antiguo maestro, destaca su ignorancia en ese campo. Según su desencantado alumno, el autor de Para leer El capital desconocía decididamente la economía. Sin embargo, esa impreparación no impidió lanzar desde juicios hasta pronósticos contundentes.
Pero hubo igualmente aprecio por esa clase de cuestiones que, sin duda, conciernen a nuestra convivencia. De hecho, la economía como ciencia fue posible gracias a un distinguido pensador, Adam Smith. En su época, la cátedra de filosofía moral que ocupaba contemplaba diferentes áreas del saber, incluyendo economía política. Así, ejerciendo el profesorado, razonando, investigando, contribuiría a consolidar una disciplina que ya no cabe desdeñar en absoluto. Hume, su gran amigo, había asumido también esa tarea; varias de las páginas que escribió evidencian cuán serias eran sus preocupaciones. Más adelante, hallamos a John Stuart Mill, que, al margen de discurrir sobre la libertad, analizó el socialismo, considerando su viabilidad económica, entre otros enfoques. Desde luego, no puede faltar la evocación de Karl Marx. Allende las refutaciones que merezcan sus dictámenes, no se podría negar su esfuerzo por entender la economía. No le faltó, pues, voluntad para el estudio, aunque nunca garantiza esto que lleguemos a buen puerto.
Contemporáneamente, la economía continúa siendo objeto de análisis filosóficos. Distintos pensadores sirven para probarlo. Hay quienes, como Mario Bunge, discuten su carácter científico. Por otro lado, encontramos individuos a los que les interesa, además de ahondar en sus diversos aspectos, proponer cambios sociales en donde lo económico sea indispensable. Obras de Amartya Sen, Michael Novak y Alex Rosenberg, entre otros autores, permiten que notemos la vigencia del interés intelectual. Por supuesto, con la caída del Muro de Berlín, las reflexiones que poseen talante crítico nos colocan frente a detractores y defensores del liberalismo. Existen también los que, como algunos posmodernos, prefieren un nihilismo capaz de conducirnos hacia la paralización más perniciosa; conforme a esta posición, ningún cambio, acción o cuestionamiento justificaría nuestro respaldo. La desgracia, para estos últimos sujetos, es que su desinterés puede ser aprovechado por quienes, sin reflexión previa, impongan creencias, volviéndose éstas populares, poniendo en peligro todo bienestar.
Por lo anterior, con seguridad, puede hablarse de una razón económica que no podría ser relegada cuando pensamos en la filosofía. Obviamente, nuestras disquisiciones tienen más de una óptica para explotar. De este modo, podemos toparnos con miradas ontológicas, gnoseológicas, éticas y filosófico-políticas, por citar algunos casos, que ayuden a su consideración. Es lo que puede advertirse gracias a los ensayos contenidos en este número. Reiteramos el deseo de que su lectura le resulte provechosa o, aunque sea, indigna del bostezo.

martes, 27 de agosto de 2019

Percontari N° 22

Animales culturales

¿Qué es el hombre? Sin lugar a dudas, se trata de una inquietud que nos acompaña desde tiempos antiguos. En efecto, desde Platón, con su propuesta de “bídepo implume”, que, recurriendo a una gallina desplumada, fuera ridiculizada por Diógenes, hasta, actualmente, por los avances neurocientíficos, Dick Swaab, quien nos reduce al cerebro, la pregunta sigue siendo provocadora. Así, el catálogo de respuestas que se han aventurado al respecto es tan generoso cuanto variado. Por citar otro caso, pienso en Steven Pinker, puesto que, al reflexionar sobre la naturaleza humana, él destaca nuestra condición de moralistas. Conforme a su perspectiva, esta sería una de las características que resultarían significativas para distanciarnos del resto. Porque, aunque haya algunos aspectos de cierta moralidad en primates, por ejemplo, queda claro que, cuando existe complejidad, esta valoración del obrar nos reconoce como incomparables practicantes. En este sentido, la ética serviría con el fin de conocer qué somos.
En 1994, explotando una postura que tiene diversos seguidores, Carlos París publicó su libro El animal cultural. Con seguridad, la calificación que atribuye al ser humano es un acierto. Es que somos hacedores de cultura. No hay otros responsables de haber llevado a cabo esa obra, una que complementa, rectifica o incluso anula lo recibido por la naturaleza. No se discute la importancia de nuestra constitución innata, en donde hallamos el legado del homo sapiens, los factores genéticos, entre otros elementos. Empero, además de tal herencia biológica, así como del medio en el cual nos desenvolvemos, que, aunque lo pretendamos rechazar, deja sentir su injerencia, contamos con nuestra propia producción.
Aludo a todo aquello que se ha inventado para vivir y, por otro lado, convivir. Reconozco que la supervivencia puede ser facilitada por los instintos, es decir, gracias a lo natural. Sin embargo, con las creaciones y prácticas culturales, lo que se procura es mejorar ese estadio primigenio. En otras palabras, no se trata de tener cualquier vida. Por este motivo, históricamente, una persona culta es concebida como alguien ilustrado, pero también, debido a esos conocimientos, capaz de tomar las mejores decisiones, sea a nivel privado o público. Desde esta perspectiva, ser culto debe entenderse como algo meritorio, ya que quien lo fuera desarrollaría sus potencialidades, tanto intelectuales como artísticas, por citar algunas, del modo más óptimo posible.
Asimismo, la cultura podría favorecer a nuestra convivencia. No propongo que, si dos individuos escucharan a Mozart, se dejaran deslumbrar por Miguel Ángel o leyeran al enorme Goethe, los problemas sociales desaparecerían de forma definitiva. Ninguna exquisitez del espíritu garantiza que nuestras actuaciones queden libres de todo error, el cual, en determinadas circunstancias, podría importunar al semejante. Porque el conflicto, desde lo más íntimo de cada uno, con las contradicciones ordinarias que nos acechan, se reproduce a escala grupal. No obstante, uno cree que, aproximándonos y, peor aún, regodeándonos en su opuesto, la incultura, resulta muy poco probable la llegada de tiempos agradables. Pasa que, pese a las críticas despertadas por su concepción clásica, aquella donde no existe pluralidad ni tampoco relativismos, considerarla para guiar nuestras vidas merecería ser calificado de positivo. Nos ayudaría, pues, a establecer un vínculo en virtud del cual la condición humana sea mirada de otra manera.Ésta es apenas una de las líneas que pueden ser advertidas en los siguientes textos, cuya lectura se agradece con antelación.

lunes, 27 de mayo de 2019

Percontari N° 21

El contraproducente rechazo a la política




Según Hannah Arendt, durante las distintas épocas, hubo pensadores que intentaron controlar la política, evitando cualquier desestabilización relacionada con esa dimensión de nuestra realidad. Aun cuando las luchas por el poder, así como la ejecución de cambios exigidos en cada tiempo, conforman lo esencial del ámbito político, Platón, Marx y otros autores tuvieron la pretensión de acabar con esas disputas. En efecto, ellos preconizaron que se instaurara un orden definitivo, gracias al cual lo concerniente a los asuntos públicos ya estuviese resuelto. Liquidadas esas preocupaciones, los hombres podrían dedicarse a tareas diferentes, ahorrando desgastes que acostumbran generar más angustias que beneficios. Pero olvidaron que su deseo de organización plena es incompatible con la naturaleza del individuo, quien, si tiene una mente sana, no se limitará a ocupar un solo espacio para satisfacer sus profecías.
El rechazo a lo político no es una rareza que sea exclusiva del pensamiento de algunos filósofos. Es cierto que, desde su óptica, se ofrecen razones para respaldar este punto de vista. Existe una labor teórica que, allende sus debilidades, es útil a fin de iniciar debates al respecto. No obstante, la regla es que las críticas sean lanzadas sin meditaciones de por medio. Como pasa en incontables terrenos, los cuestionamientos están privados de racionalidad. Al margen de aquello, pueden identificarse posturas que encuentran prescindibles los conflictos propios de la política. Debido a las consecuencias que originan en una sociedad, conviene reflexionar acerca de estos posicionamientos.
Vale la pena recordar lo aseverado por defensores de utopías, tecnocracias y cualquier aspiración de laya totalitaria, sea laica o religiosa. Sólo en esos escenarios, tan ilusorios cuanto nocivos, podría desecharse la política. Los proyectos que versan sobre una estructura perfecta, en la cual no hay lugar para las disensiones, tornan innecesaria esa clase de actividades. Lo único posible sería el respeto a un sistema que, con rigidez antinatural, fue diseñado para normar al conjunto de ciudadanos. Deberíamos saber que esa estabilidad que ofrecen tiene como contraprestación la libertad. Solamente cuando ésta es pulverizada, el sueño de un ordenamiento impecable resulta factible. Por otro lado, amparados en discursos de tipo administrativo, mostrando desprecio hacia las pugnas entre doctrinas, existen sujetos que se presentan también como salvadores. Presumen que un hombre puede ser desprovisto de sus ideales. El problema es que nuestra convivencia no se regula con guías asépticas, tecnocráticas; sus normas deben encaminarse a la búsqueda de fines superiores.
La política no es tampoco bienvenida entre muchos de quienes se reconocen como artistas. Son incalculables los que, presentándose así, no tienen ningún interés en las cuestiones del Estado y la sociedad. Tontamente, presumen que su apatía los librará de las abominaciones ocasionadas por el régimen. Hasta el cansancio, algunos individuos que componen tal fauna han expresado su predilección por una realidad en la cual no haya esos afanes del poder. Deben entender que, por ese desdén, pueden triunfar candidatos dispuestos a extinguir su sosiego. Llegado el momento de la perversión del gobernante, todos los seres humanos, tanto apasionados como indiferentes a sus ministerios, podrán convertirse en víctimas. Tal vez las siguientes páginas puedan servir para persuadirlos, o a cualquier ciudadano, de albergar estas inquietudes.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Percontari N° 20

Nuestra vida y el rigor científico



En un curso que comenzó el año 1929, Ortega y Gasset se preguntaba sobre las razones humanas para conocer. No siendo dioses omniscientes ni, en teoría, animales inconscientes de su ignorancia, valía la pena formularnos esa cuestión. Desde Aristóteles, se sostiene que, por naturaleza, el hombre tiene un afán de conocer, una inclinación favorable a ello. Huelga decir que la conducta de mucha gente refuta esta tesis con espantosa frecuencia. No obstante, al autor de Meditaciones del Quijote le preocupaba terminar con esa inquietud, buscando una respuesta que fundamente nuestros quehaceres en dicho ámbito. Así, se afirmó que las personas conocían para tener seguridad vital; en otras palabras, necesitaban ciertas convicciones, creencias, verdades, las cuales son demandadas por un oficio tan importante como vivir.
    Gracias al impulso de Francis Bacon, entre otros mortales, la ciencia moderna ha servido para identificar diversos problemas y, además, resolverlos. Debido a sus éxitos, aunque haya generado también frustraciones, se la considera una vía óptima para aproximarnos a la verdad y, en suma, obtener esas certezas que ayudan a existir. Empero, encontramos otros medios que son útiles para lograr ese objetivo. Sucede que, en el cometido de alcanzar certidumbres que un individuo precisa para vivir, se puede recurrir a caminos claramente distanciados del científico. Desde luego, esto podría ocasionar críticas, pues se trataría de una vía falsa, un sendero que no cuenta con los requisitos fijados para su respeto en ese campo. Surge así la acusación de seudociencia, en donde, ante todo, debe censurarse el engaño. Porque hay teorías que se presentan como científicas, pero no son sino estafas, medios para empobrecer a personas necesitadas de ilusión, poniendo en riesgo hasta su vida.
    Ahora bien, si no fuese una impostura científica y se tratara de un ideario para entender mejor al ser humano, ¿cuán desautorizados serían sus planteos? Negar toda validez en estos casos, por no seguir una vía eminentemente científica, lleva a un extremo: el cientificismo. No todas las actividades que se relacionan con nuestro conocimiento deben aspirar a la estrictez del físico, astrónomo, etcétera. Para entender a un individuo, incluso consolarlo, no parece imprescindible el rigor metodológico. Ruego que no se piense en un alegato a favor de la incultura más grosera, pues es siempre necesario ampliar los saberes. Sería idiota tratar de quitar autoridad a la ciencia o, peor aún, reivindicar tonterías como la homeopatía. Es obvio que, si, para sobrellevar una depresión, se aconseja violentar la ley de gravitación universal, podemos causar un daño irreparable. El tema es que, por el solo hecho de carecer del método de las ciencias exactas, naturales, o aun sociales, un conocimiento no debe ser excluido de nuestras deliberaciones.
    Finalmente, destaco que, en la propia filosofía, varios autores han cuestionado que, como no se tiene rigurosidad científica, sus aseveraciones se consideren innecesarias, invalidando a la metafísica, por ejemplo. De este modo, se intentó la consagración de un imperialismo que, como pasa en cualquier campo donde esta perversión sienta presencia, resulta negativo. Es irrebatible que la disciplina de Sócrates no cuenta con las exactitudes del matemático o esas predicciones que aventuran otros teóricos; sin embargo, esto impide juzgarla inútil. Tenemos todavía interrogantes, más aún en nuestra vida íntima, que sólo esa labor de los pensadores puede ayudar a contestar. Tal vez, si hay fortuna, las páginas que siguen a continuación contribuyan a pensar más al respecto.

martes, 27 de noviembre de 2018

Percontari N° 19


En pos de una comunicación original y ejemplar

Dejándolo de manifiesto en cuantiosas oportunidades, Bertrand Russell fue un filósofo que se distinguió por el sentido del humor. Estuvo lejos de quienes conciben el pensamiento como un oficio que, para su ejecución, exige ceños fruncidos, mirada penetrante y, entre otros requerimientos, censurar cualquier gracia. En una ocasión, evidenciando dicha virtud, dijo que jamás había escrito sobre estética porque no tenía dominio del tema, ignorándolo de forma significativa; sin embargo, complementando la explicación, aclaró que, según algunos colegas, eso nunca le había impedido reflexionar sobre otros múltiples asuntos. Pasa que, durante su dilatada existencia, pensó acerca de diferentes terrenos del saber, llegando incluso a protagonizar debates e instigar a la rebeldía en varias áreas. Habló, pues, de diversas cuestiones, pero dejó sin examen propio esa esfera en que la belleza y, por supuesto, el arte son fundamentales. Por suerte, otros como Kant, Hegel y Alain fueron más osados.
Contemporáneamente, los razonamientos en torno al arte pueden remitirnos al estudio de muchos autores. André Comte-Sponville es uno de los pensadores que ha escrito al respecto. Lo hace de forma pedagógica, clara, provechosa, como siempre. Destaco que, para él, los elementos que resultan indispensables para hablar de una obra maestra son dos, a saber: originalidad y ejemplaridad. El primer requisito nos aleja de la imitación, aun cuando ésta sea notable; por tanto, no podríamos ofrecer al prójimo algo que ya hubiese conocido. No se trata de alentar las rupturas radicales, revolucionarias; ser original no implica abolir el pasado. Por otro lado, esa creación artística debería ser ejemplar, despertando admiraciones, así como suscitando otras reacciones positivas, efectos mediante los cuales las personas puedan advertir cómo es vencida su indiferencia. De esta manera, se reconoce un componente fascinador en ese tipo de hazañas.
En definitiva, el desafío tiene que ver con ser tan singulares cuanto dignos del aprecio ajeno, sea racional o emotivo. Conforme a este parecer, el artista no podría ser presentado como agente que combina misantropía con cierta consciencia de lo bello. Su producción, como señala Sartre cuando habla de la literatura, no se agota en el concepto del soliloquio. Por consiguiente, la comunicación con su semejante será parte de sus designios, aunque sin desdeñar las formas, los modos, el estilo. No es un propósito que se pueda conseguir con facilidad. Quizá por esto quienes son reconocidos allí como genios sean tan pocos. Aludo a personas que han podido comunicarse —aún hoy, varios siglos después de su deceso— con la mayor de las eficacias posibles. Es cierto que pertenecen a nuestra misma especie; no obstante, ante su obra, como pasa con Leonardo, uno se siente gratamente inferior. En cualquier caso, ésta es apenas una de las perspectivas que nos depara el arte. Las páginas que constituyen este número sirven para evidenciar cuán distintos son los criterios en ese ámbito.

lunes, 27 de agosto de 2018

Percontari N° 18


Del inestable motor de la historia

En 1968, al concluir su monumental trabajo sobre los distintos momentos, estadios o eras que atravesó nuestra civilización, Will y Ariel Durant publicaron Las lecciones de la historia. Hasta antes de su lanzamiento, habían escrito diez tomos, ofreciéndonos un análisis del pasado occidental que resultaba tan variado cuanto provechoso. Sin embargo, desde su óptica, era necesario reflexionar al respecto, pensar acerca de las enseñanzas que habrían dejado quienes nos antecedieron. Así, merced a los aciertos e innumerables equivocaciones del hombre, concebíamos la posibilidad de contar con una enorme maestra. Porque no tenemos el grado de originalidad que muchos suponen; al contrario, cuantiosos problemas nos persiguen desde los primeros tiempos, por lo cual, mirando hacia atrás, podrían servirnos para evitar reincidencias.
Pero concebir la historia como una pedagoga no es el único modo de hacerlo. Es igualmente posible que la entendamos como un proceso gracias al cual una sociedad se desarrolla. En este caso, al revisar el pasado, contemplamos una serie de acontecimientos que pueden ser asociados entre sí, presentándosemos como un conjunto más o menos coherente, útil para evaluar los cambios suscitados hasta hoy. Ocurre que, aun cuando el conformismo de numerosos sujetos lo haya deseado, la realidad social no ha permanecido invariable. Tenemos, pues, modificaciones de toda naturaleza que contribuyeron a mejorar, así como, en ciertos casos, empeorar, nuestra convivencia. Salvo que nos limitemos a propugnar una visión teológica, cabe reconocer al ser humano como único responsable de tales vicisitudes. Esto último conlleva la necesidad de considerar diversos factores, móviles que pueden influir en sus decisiones.
Es que, aunque seamos los autores exclusivos de cada experimento social, con sus bondades e infortunios, no hemos sido impulsados por una sola causa. Yo sé que a más de uno le gustaría creer en un pasado marcado profundamente por la racionalidad. Lo cierto es que, si bien nos ha acompañado en varias oportunidades, su ausencia fue asimismo significativa. En este sentido, tenemos cambios que han operado por mandato de la razón; empero, el pasado puede ser también humillante. Me refiero a tonterías, absurdos y dislates que han movido al prójimo, conduciéndolo hasta el encumbramiento de viles autócratas. Nos ayudó la luz, con seguridad, mas sin que aquello implique liquidar cualesquier tinieblas. Dejarse guiar por los sentimientos, las emociones y la pasión no ha servido para evitar ese funesto destino.
Desde la Edad Antigua, con Heráclito, el cambio se halla ligado a la violencia. Si examinamos lo que ha sucedido en los diferentes siglos, no podremos sino admitir la validez de su vinculación. Recordemos los innúmeros conflictos, batallas, guerras, golpes, revueltas y revoluciones: la fuerza produjo alteraciones de toda índole. No obstante, además del combate, nos encontramos con la cooperación. Debemos desconfiar de los reduccionismos que tengan estas características. El hombre no es un ser angelical, pero tampoco demoniaco; por tanto, sus obras, incluyendo la historia, deben ser estudiadas bajo esa premisa. Queda la ilusión de que el contenido del presente número pueda servir para reflexionar al respecto, entre otros temas ligados al pasado.